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Adán nunca supo cómo funcionaba la vida. Aunque parezca ilógico, ahora, justo ahora, que yacía muerto en el suelo, su rostro pálido daba indicios de que empezaba a comprenderla. Pero claro… ¿de qué sirve comprender la vida una vez estas muerto? La expresión de Adán sorprendió a todo el cuerpo de policía que se encargaban de su caso. Adán no era un chico triste ni infeliz. Simplemente no le encontraba sentido a la vida. No sabía porque nacían los niños, ni por qué se morían los ancianos. No sabía de dónde vinimos y a donde vamos. No… tenía malos padres, ni malos amigos. Nadie en el pueblo creía que Adán tuviese motivos para suicidarse. Pero nadie conocía a Adán. Nadie sabía quién era él realmente, ni sabían que se sentía solo porque nunca encontró a un/a compañero/a con quien compartir sus pensamientos. Una Eva para él, Adán. Pero jamás llegó para salvarle de sí mismo

Sus mejores amigos, decían que observaba la vida como la observa un ciego. Sabiendo que está ahí, junto a sus ojos, pero no la disfrutaba. Se limitaba a respirar y hablar. No tenía emociones. Nadie le vio nunca llorar, aunque si reír. ¿Quién se puede resistir a reír?

Y ahí estaba Adán, tirado en el suelo, con un bote de pastillas tranquilizantes al lado de su cama. Con esa expresión de saber perfectamente de qué iba la vida y qué sentido tenía. Por primera vez, esa facción de sincera felicidad aparecía en el rostro de Adán.

Nadie lloró en el pueblo, porque nadie conocía realmente a Adán. Pero sabían que hoy, hoy que había muerto, era el chico más feliz del pueblo.